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Cadáver exquisito. Ilustración: Nuria Cuesta

Cadáver exquisito (Ignacio del Valle > Juan Aparicio Belmonte >  Javier Puebla)

Por Javier Puebla (leer entrevista)

...Abrió la boca, volvió a cerrarla, sus labios bailaron suaves e indecisos, los dientes superiores brillaron antes de que se mordiera, suave, a sí misma.
-Por fin estamos solos, querido, nadie va a impedirnos hablar.
¿Hablar de qué? Los muertos no hablan, al menos yo no hablaba aunque sí que podía seguir pensando y contemplando cuanto sucedía a mi alrededor. ¿De qué pretendía hablar conmigo la loca aquella, ¿querría convencerme para que votase a su partido en las próximas elecciones?
Qué estúpidos somos los hombres; mi polla vibró al escuchar otra vez el sonido de su voz.
-Mi amor.
Yo era su amor, aunque enseguida entendí que no era el primero ni tampoco sería el último. Que me habían precedido al menos ocho desgraciados y probablemente a mi nombre le seguirían unos cuantos más.
-Mi amor.
Quise responderla, y aunque no salió palabra alguna de mi boca ella debió de comprender porque se tumbó sobre mí y me besó tres veces.
-Te he visto en muchas películas, he soñado infinitas veces con este momento: tenerte a mi merced, sin que pudieras manejarme ni coger mi pelo ni darme azotes en las nalgas. Así quieto y masculino, tan sumiso como un muerto.
Había matado a nueve personas, nueve hombres, para luego poder estar con ellos a solas en privado, en fría soledad, dentro de un congelador gigantesco, para hablarnos de amor sin que pudiéramos salir corriendo. Me conmovió que una mujer de su atractivo se sintiera tan sola.
“Pobre niña mía, pequeño ángel asesino, princesa perturbada sin ningún remedio, sígueme hablando”.
No me contó la triste historia de que era huerfanita, la maltrataba el profesor de gimnasia en el colegio y no tenía a quien llamar los domingos.
-Esta vez va a ser la última, mi enamorado imbécil y forense me ha encerrado, lo sabe todo, y no me dejará salir. Pero ha merecido la pena.
¿Qué estaba haciendo con mi glande petrificado? Le hablaba a él, no a mí. Y entonces comenzó a recitar unos versos increíbles; increíbles por lo inadecuado y estúpido. La muy descerebrada le estaba recitando a mi polla los primeros versos de Platero y yo.
“Platero es pequeño, peludo, tan blando por fuera...”
-¡No, se acabó!
Me miró con cara de maravilla o espanto, de fascinación o insania.
-Así es como os resucito, con Juan Ramón Jiménez.
Nunca me ha gustado la literatura continental, menos aún la poesía y detesto especialmente a Juan Ramón Jiménez. Yo había sido contratado para rodar una película porno, y era el momento de mi actuación estelar.
-Toma pequeño, toma peludo, toma blando, toma por fuera...

Un amigo me dijo que hasta llegó a aplaudir cuando vio la escena de mi resurrección en su ordenador; ¡en su ordenador! Nos van a Isabel Pantoja, a Spielberg y a mí con este vicio de bajarse las cosas gratis de internet.
-Estabas sublime, tío. Parecías un zombi.
Sin embargo la película no fue el gran éxito económico que presagiaban o suponían los productores. Ya me había advertido mi agente de que no aceptase guiones sofisticados. Nadie volvió a llamarme para que me muriese ridículamente en una esquina o taladrase a media docena de mujeres siliconadas como si fuera el torno de una cadena industrial de montaje. Cuando se me acabó el dinero que tenía ahorrado, tampoco era demasiado, tuve que buscarme un nuevo trabajo.
¿Y por qué no policía? Me presenté a las oposiciones apoyado por un teniente de alcalde gay y una funcionaria anoréxica adicta al cine de Bollywood.
-No pudimos hacer nada, tendrías que haber estudiado más.
¿Estudiar, yo, Matador, el antiguo rey del porno? Que les diesen por la cavidad más fétida que se exploraba en mi antiguo oficio.
-Quizá servirías para barrendero.
Probé, y sí era cierto que servía, pero no imaginaba que allí descubriría mi nueva pasión: la basura. Dejé la escoba y el carrito y el uniforme fosforescente (verde) para convertirme en vagabundo, instalarme debajo de un puente de la autopista que anillaba el centro de la ciudad y a la que algunos mamelucos insistían en calificar como calle. Debajo del puente tenía mucho tiempo. Al principio me dediqué a leer a Joyce, siempre se me había atragantado el Ulises; pero el ejemplar que había encontrado en un contenedor entre pañales resecos y raspas de pescado era lo que el irlandés loco había buscado toda su vida y jamás encontrado: faltaban páginas, algunos fragmentos eran ilegibles y hasta había frases subrayadas con un lápiz de labios. Fue el lápiz de labios lo que me hizo fijarme en las mujeres, en que había demasiados hombres que no las amaban, y sin acabar el Ulises -perdóname James- volví a recorrer las calles buscando a los culpables, a los estigmatizados por el desamor. Los seguía hasta sus casas y les insultaba a gritos, amenazándoles, exhortándoles a cambiar de parecer y que vendiesen el perro que sacaban a pasear todas las noches cuando oscurecía y que se buscasen una buena mujer capaz de soportarlos, convertirlos en personas mejores de lo que eran, en seres divinos.

La noche de los calcetines, esa en la que los ciudadanos de Mad Madrid manifiestan su libertad saliendo a pasear sin zapatos por las calles, conocí a Cirilo Bamba Platino. Me dijo que estaba equivocado, que mi vida no tenía sentido, que era un idiota. No pude más que darle la razón; mi buen Cirilo.
Le agarré por el cuello y descubrí mi camino hacia la felicidad, la fuga que por iba a dar sentido a mi vida. Intentó detenerme, batallar, mientras trataba de farfullar unas últimas palabras:
¿Se puede saber qué coño te pasa, tío? ¿Te has vuelto idiota?
Idiota o listo no importaba. Besé a Cirilo en los labios descascarillados antes de dejarlo caer al suelo. Era mi primera víctima y nunca le olvidaría. Nunca le olvidaré, a pesar de que ya he pasado las tres cifras en mi lucrativa, interesante e inspiradora nueva carrera profesional: asesino.

Ilustraciones: Nuria Cuesta

Porno para todos los públicos (3ª PARTE)