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JIMINA SABADÚ
Tener suerte
Ilustración Julia Castaño
 
Cada edificio de oficinas tiene tres, cinco, siete plantas. Diez. En cada planta hay varios departamentos separados por placas. Los techos altos surcados por cables quedan ocultos por cuadrados blancos. Casi sin excepción, las personas que trabajan en estos edificios pasan sus horas delante de un ordenador. En los ordenadores se utilizan programas como Excel, Power Point, Thunderbird. Las personas que los usan poseen una carpeta personal donde, entre otros documentos sin interés para la empresa hay fotos de su familia. En uno de los ordenadores, allá en la sexta planta, hay una carpeta que contiene entre otras cosas fotos de la isla de Paros. 
 
La isla de Paros no está especialmente dedicada al turismo, aunque con el tiempo se ha centrado más en este sector. En este instante las aguas que rodean la isla de Paros están tranquilas. Baten con suavidad en sus estrechas playas. En Santa María el día está tan claro que basta con alejarse de las sombrillas para ver Santorini con claridad. El agua es turquesa y la vida marina se mueve a pocos metros de los pocos turistas que hay en ese momento. En unas horas caerá la noche. Un mujer despierta. Tiene el costado enrojecido. Calcula que lleva horas dormida. Mira a su alrededor. No encuentra a su pareja.  Ah, está en el agua. Tiene los brazos en jarras y mira hacia el mar. Vuelve con cuidado, porque el suelo es pedregoso y no lleva chanclas. Deciden que es el momento de marchar. Llevan mochilas enormes y aún queda para que pase el siguiente bus. Temen perder el ferry. Pero un joven se ofrece a llevarlos en su furgoneta hasta Parikia.  
 
No tienen mucha conversación, porque ellos hablan poco inglés y el joven, que bien podría tener ascendencia turca, tampoco. El paisaje que tienen ante sus ojos es diáfano y azul. En medio, la tierra amarilla. La mujer lleva un pañuelo en la cabeza para proteger su peinado del viento y, aunque se lo ha puesto tarde, lo luce con estilo. Sin embargo el pañuelo vuela de su cabeza. Gira sobre sí mismo y aletea para ir a parar a la tierra. El conductor no lo ha apreciado o no ha querido parar. El pañuelo se pierde de vista. La mujer no lo echará de menos en exceso. Pero es un pañuelo de seda de Hermès que ella heredó. Se arrastra unos metros y queda allí, olvidado. Nunca sabremos si es encontrado por uno de los isleños o si por el contrario se descompone con el tiempo, por el efecto de la lluvia y el sol. 
 
El joven se despide de la pareja y prosigue su viaje. Esperan el ferry bajo un techado de paja. Miran Antíparos por última vez y respiran su aire, su tranquilidad y su luz. El ferry está oxidado y el personal que lo maneja es taimado y receloso. Todos suben. La travesía hasta el Pireo es de unas cuatro horas. La pareja tiene el billete más económico. El sol se pone y algunos turistas miran ese último momento de su viaje a través de sus teléfonos móviles. La pareja toma sendos asientos de plástico en la popa del barco, que ya navega por las tranquilas aguas del Egeo. Sienten sed y se acercan a la máquina, pero sólo les queda una moneda. Se sonríen con tristeza y se vuelven a sentar. Un joven les ofrece de su refresco. Ellos no lo saben, pero ha visto la escena y ha comprado una botella más grande para compartir con ellos sin hacerles sentir vergüenza. Hablan el mismo idioma y entablan una conversación.
 
El chico acaba de encontrar trabajo y se incorpora en dos días. La pareja nunca ha trabajado.  Ella pinta acuarelas. Él parece interesado en la cerámica. Hablan y se mueven con un estilo propio de quienes pertenecen a la última generación del árbol de los privilegiados. Pero ellos sólo hablan de la suerte. Hablan de tenerlo todo y de perderlo todo. De nacer con suerte. Poco a poco la gente se recuesta en las sillas o acude a sus camarotes. Algunos viajeros se acomodan en el mismo suelo y duermen.  Es una escena apacible, rara de ver. Fuera, en la popa, sólo quedan tres personas. La pareja y el joven. Miran hacia la oscura inmensidad. La mujer rompe el silencio y le dice al joven que siempre ha tenido suerte. Esta idea se repite. Parece obsesionarla. Parece como si la idea de tener suerte hubiera alejado cualquier intento de entendimiento de la realidad de su cabeza. Esa mujer, piensa el joven, es un cuerpo vapuleado por la corriente. Esperando un cambio del viento o del rumbo. No quiere hablar más del tema porque hay algo profundamente incómodo detrás de todo esto, así que se ofrece a coger otra bebida. La mujer le da la última moneda que lleva en el bolso. El hombre asiente y el joven, que no quiere ser grosero, se dirige a la máquina. Pero esta le devuelve la moneda. La mira y no es un euro.  
 
Es una moneda antigua. Él no tiene más suelto.  Se dirige a ellos, pero ya no están. No están en la popa. Tiene el impulso de asomarse por la borda. No está seguro, pero cree ver dos puntos. No está seguro de nada. Guarda la moneda en su bolsillo. Los busca por el ferry. Le intenta explicar algo a la tripulación pero no le dan importancia. Si se hubieran tirado por la borda hubieran dejado las mochilas. El joven no duerme esa noche.  A los dos días se incorpora a su nuevo trabajo. Uno de los ordenadores en uno de los departamentos de una de las plantas de uno de los edificios del centro es suyo. En su carpeta personal guarda una foto de la isla de Paros. En su escritorio está la moneda. Sabe que la suerte ahora le acompaña. Y esta sola idea hace que toda su vida se tambalee.   
 

Tener suerte. Jimina Sabadú