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SANDÍA
 
Ilustración Nadia Hafid
 
Me empeño en buscar desde el paseo marítimo el mejor sitio en la arena para poner la sombrilla. La cercanía al mar siempre me pareció innecesaria, porque no soy de agua, me resulta un lugar violento donde jamás puedes agarrarte a nada y nunca sabes qué es realmente lo que te roza. 
 
Pero es el primer día de las vacaciones, una mañana de verano, son más de las once, el sol ya luce brillante y la arena empieza a ser dorada a eso de los 30 grados. Por eso es importante buscar un hueco, ahora que todo es distinto.
 
Voy cargada de sombrilla roja, bolsa con toalla y esterilla, una botella de agua de litro que la noche de antes metí en el congelador, y que empiezo a notar cómo se descongela porque empapa la bolsa de tela, dejándome un surco más oscuro en el vestido a la altura de la cadera: frunzo el ceño y pienso que en qué hora me he levantado tan de buen humor como para emprender con vitalidad el camino a la playa. La braga del bikini me aprieta las ingles, y en mi visión felina de la playa apenas quedan unas cuantas zonas libres. También llevo un libro, una revista del corazón y un paquete de cigarrillos negros, aunque hace tres años que dejé de fumar.
 
La zona que está más cerca del mar, está conquistada por una familia en la que la madre insiste al niño pequeño que coma sandía. Han colocado dos sombrillas y una de esas tiendas de campaña de marca de montaña canadiense y medio metro de altura, que una no sabe si es para un bebé o para un perro. El niño corre alrededor huyendo de su abnegada madre, que con los hombros encendidos y empapada en calor, sujeta la sandía en alto como tratándose de un trofeo o de una ofrenda al dios Sol. El niño corre con la destreza de los primeros años de vida, cuando nada pesa, va pegando pequeños saltitos que forman boquetes en la arena al paso de sus virginales talones y que la hace salpicar al resto de personas que toman el sol a su alrededor. Una mujer mayor, de unos sesenta años y con la piel de quien empieza el verano en primavera, lanza una mirada de desaprobación a todo el rodeo de la sandía para que el niño se hidrate, ella piensa que antes los niños hacían más caso a las madres y que ella nunca tuvo que correr detrás de uno de sus siete hijos.
 
La madre del niño cansada, con el peso y la lentitud que dan los años, se sienta en la silla de plástico más cercana, y por un momento gira la cabeza hacia otro lado que no es su hijo, mientras se recoge el pelo en un moño alto y se va muy lejos, posiblemente a otra playa, en otros años, donde la sandía era una fruta y no un salvoconducto a la hidratación de la infancia, hasta que el llanto del niño desordena su cabeza y la trae de nuevo a esta escena. El niño ha corrido más de lo que sus diminutos pies puedan soportar la arena ardiendo, y se ha quedado clavado subiendo el tono del gimoteo, moviendo los brazos muy rápido de arriba a abajo como si estuviera aleteando, como si ese gesto le fuera a salvar y llevar volando a los brazos de su madre. Desde donde estoy, la imagen es conmovedora, la madre ha soltado al fin la sandía para cambiarla por una toalla y envolver a su polluelo, mientras, el padre está bañándose con la otra hija, la coge en brazos y la lanza al cielo, entonces la niña cae al agua de todas las maneras y por dos segundos desaparece, para volver a la superficie con el pelo cubriendo su cara y los mocos mezclados con agua que se retira con sus dos manitas de los ojos para evitar la irritante sal.
 
Lo repiten una y otra vez, la niña ríe con todas sus ganas, parece un sapito brillante, escurridizo, la luz del sol la hace brillar como un anfibio. El padre es un hombre grande, corpulento con algo de barriga, el pelo rubio y brillante cortado como los marines de los cincuenta, cada uno está dedicado a su función cuidadora. La madre ahora lleva al pollo en brazos hasta la orilla para que refresque sus pies y, el padre sigue lanzando a su sapito brillante a las alturas, en ningún momento han entendido lo que el otro estaba haciendo: así es la confianza, hasta que han estado tan cerca que han decidido bañarse todos juntos, en ese momento el padre se ha mojado las manos y le ha ido echando agua poco a poco a la madre en un gesto de complicidad para evitar los cortes de digestión y ella ha sonreído cuando un perro desde la tienda de campaña les ha ladrado y los niños han corrido a soltarle para bañarse todos juntos. 
 
Al otro lado de la mujer mayor que ahora toma el sol tranquila una pareja de adolescentes se toca como compartiendo un trozo de sandía sin manos a escondidas de los padres del chico. 
 
Me hago una coleta, sigo sentada en el bordillo del paseo marítimo y mientras pienso en fumarme un cigarrillo y bebo pequeños sorbos de agua, un niño rubio de la mano de un hombre de barba pelirroja me saca del embobamiento tirándome del vestido y diciéndome:
-Agua, mamá, agua.  
 

Existe gente que odia el mar