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Cadáver exquisito. Ilustración: Nuria Cuesta


Habíamos pensado que era una buena idea que en una edición dedicada a investigadores y criminales, la primera víctima podría ser el propio esquema argumental. De ahí que hayamos planteado emplear la fórmula del “cadáver exquisito” a tres autores españoles vinculados, en uno u otro momento, al género negro. Ignacio del Valle, Juan Aparicio y Javier Puebla, con una semana cada uno por delante como plazo de entrega, y en este mismo orden, se han ocupado del escribir el siguiente relato.


PRIMERA PARTE

Por Ignacio del Valle (leer entrevista)

Siempre quise morir como William Holden en El Crepúsculo de los Dioses. Siempre deseé que mi cadáver parlanchín flotase bocabajo en una piscina color zafiro, mientras las sirenas desquiciadas de la policía entraban en la mansión de la también desquiciada Gloria Swanson, al tiempo que yo empezaba a contar una historia que les mantendría pegados a una pantalla durante dos largas horas. Sí, esa es una buena forma de morir. A cambio, yo también soy un cadáver parlanchín, eso no puedo negarlo, pero mi cuerpo no flota en el agua, sino que se halla despatarrado en una postura no demasiado decorosa en medio de una cama color tofu, desnudo, con un gesto crispado en el rostro y el pene enérgicamente empalmado. La rigidez imperial de mi polla, la herramienta que me ha dado de comer durante los últimos cinco años, he de reconocer que tiene la calidad de un símbolo, y como en el ser humano todo lo es, pues ahí me tienen, interprétenlo como quieran. Estoy rodeado de un montón de jovencitas eslavas de esas que tienen el cabello rubio como el aceite de oliva, la salud chispeante, los dientes muy blancos y los miembros largos y bien proporcionados. Y cada una ha reaccionado ante mi súbita defunción según su carácter, unas se han horrorizado, otras se han quedado petrificadas, o han empezado a chillar y han salido pitando, o han llamado a un médico, o me estudian incrédulas, o con curiosidad… Bien, si usted es de los que sólo pueden albergar ideas precámbricas en su cabeza, pueden dejar de leer en este mismo instante, si no, aténgase a las consecuencias. ¿Ha decidido proseguir? Estupendo. Como le decía, allí estaba yo, unas de las estrellas porno más cotizadas del momento, con todas mis fuerzas antitéticas, mis contradicciones insolubles, diluidas, o sea, más muerto que un gamba muerta. La fría caricia de la Parca me había sorprendido a la mitad de un escena de “reverse gangbang“, que si es usted de los poquísimos, por no decir inexistentes ciudadanos que no frecuentan las páginas porno, se define como un tipo particular de orgía en la que un hombre mantiene relaciones sexuales con tres o más mujeres por turnos o al mismo tiempo.

La definición no es mía, sino de Wikipedia. Quizás algunos arguyan que esa manera de palmarla es mejor que ser un pecio en una piscina, en fin, todo en la vida son opiniones. El caso es que el cuadro era aquel, y cualquier pensamiento se quedaba pálido ante la fuerza de la emoción que provocaba. Sobre todo a mi espíritu evanescente, flotando ya sobre la mortal materia, rotos los lazos con el mundo corrupto e infecto -lo digo figurativamente: a mí me gustaba estar vivo-, lo que no quitaba para que mi alma grácil y aérea tuviera la total certeza de que alguien había liquidado a su gemelo bistec.

Cadáver exquisito. Ilustración: Nuria Cuesta

Porque si Warhol decía que la esencia de las cosas está en los envases, les aseguro que el mío era Premium, y que se hubiera desechado con tan pocos años, un desperdicio, créanme. Y no sólo era un perfecto Adonis híperdotado, no, en lo mío era un verdadero artista, porque si toda escena de sexo es monótona, sólo los grandes del porno lo disimulan, el resto lo subrayan. Mientras se me ocurrían un montón de palabras para desahogarme, de esas que provocan súbitos pitidos en cualquier programa de horario matinal, consideraba quién podría tenerme el odio afgano preciso para hacerme semejante putada. Pero, sobre todo, cómo la había ejecutado y por qué en aquel momento, ya que lo más importante de una victoria no es tanto el éxito obtenido como su escenificación. Mientras mi alma se deshilachaba por momentos, y la luz, el espacio, la gravedad, las proporciones, los detalles comenzaban a filtrarse como a través de una lente convexa, mi despojado yo cavilaba. No creía que en mi vida hubiera hecho enemigos más rápido de lo que pudiera eliminarlos, ni que todos mis principios pudieran ser cancelados por el interés, con el siguiente cargo de facturas vitales. A vuelapluma, lo único que se me ocurría era la producción china que rodaban en ese instante en Hong Kong a marchas forzadas y que, como la nuestra, también era en tres dimensiones. Sexo y Zen, que así se llamaba nuestro contendiente, luchaba como nosotros, Tabú y semen, por ser la primera película pornográfica que se rodaba con la técnica de Avatar. Todo un reto para los actores, ya que el ritmo de rodaje es mucho más lento y nos exige preparar mucho más las escenas.

Con toda la expectación que se había creado, ser la primera en el mercado representaba un taquillazo seguro y un pequeño lugar al sol de la historia. Había mucho millones de euros en juego, y cuando se trata de dinero, todos somos de la misma religión, como decía Voltaire. Hasta ahí todo lo que podía deducir sobre el quién. Respecto al cómo, tengo dos teorías. Como no me gusta que me miren mientras estoy trabajando -ya sé que resulta ridículo, pero es lo que hay-, suelo tomarme un par de copitas de Fundador -también sé que estoy demodé, pero es el ritual- antes de entrar en el ruedo, y por otro lado, frente al reto excepcional de hoy, o sea, encalamar a quince gachís de ojos color zafiro y rostros de porcelana, necesitaba un extra para afrontar la responsabilidad: una pastillita entera de Cialis. Ambas dos son espléndidas maneras de colocarme un par de alitas y una lira. Por último, la escenificación, digna de un Fellini, no es un pormenor a despreciar, no señor. Tiene muy mala baba, se lo digo yo. Porque esta película iba a ser mi legado, mi novena sinfonía -eso además de ganarme algunas pelillas que nunca vienen mal-. Ya son ganas de joder, de hacer daño, de sojuzgar a un icono como yo, y a un icono no se le sojuzga, se le imita, se le admira, se le estudia, pero no se le deja en mitad de una escena con la picha señalando al cielo y un serrallo de niñas a medio encalamar y en estado catatónico.

(CONTINÚA AQUÍ...)

Ilustraciones: Nuria Cuesta


Porno para todos los públicos (1ª PARTE)