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¡10 años de cine!

Cuando nacía El Duende liberaban al soldado Ryan, y el señor Peter Weir nos enseñaba, encarnado en un insospechado hasta la fecha Jim Carrey, el peculiar infierno de la televisada vida de Truman, Isabel Coixet nos contaba las cosas que nunca nos había contado (y que nos ha seguido contando luego con bastante menos acierto para nuestra desgracia) y Ang Lee deslumbraba con esa joya inconmensurable de La tormenta de hielo. Algunos de nosotros terminábamos la universidad por entonces y nos íbamos de vacaciones con la chica que nos gustaba y que se había comprado en un arrebato de euforia la banda sonora de Gato negro, gato blanco. Kusturica en sesión cuádruple en el último viaje largo de mi nunca demasiado amado SEAT 127 (luego ya sólo pudo hacer viajes cortos, el pobre), destino a la playa con telón de fondo la tan temida entonces vida laboral asomando el hocico a la vuelta del verano. ¡Ah, Kusturica! Nunca te quise y te odié tanto como entonces, lo que hace el amor zíngaro. Yo que era fan de Kubrick y contaba los días para que se cumpliera el 99 y llegara esa película en la que decían que se desnudaba Nicole Kidman... (¡¡¡Nicole Kidman!!! decía mi buen amigo Modesto, que siempre ha pronunciado ese nombre entre exclamaciones). Que la vida era bella lo decía Benigni, y yo lo creía de verdad porque las resacas duraban una mañana y escribía entusiasmado una primera novela que me parecía excelente y a los cinco minutos horrenda, y a los cinco minutos excelente otra vez, y que no era ninguna de las dos cosas en realidad. Recuerdo que ese invierno vi dos veces seguidas Magnolia de Paul Thomas Anderson, y que estuve en una fiesta en la que una chica con muchos porros encima y después de ver Matrix nos dijo que qué nos apostábamos a que cabía “en ese mueble tan pequeño de ahí”. Y sin darnos ni siquiera tiempo a apostar, para nuestra castiza estupefacción antiwachowskiana, hizo plas plas, y se metió. En esa misma fiesta había otro chico (asombrosamente sobrio) que bailaba como si fuera Keanu Reeves esquivando las balas. Por supuesto, nos fuimos de aquel lugar inmediatamente.

Amores Perros y amores tiernos aparecían y desaparecían. Unos estruendosos como los de la estupenda película de Iñárritu, otros dulces y complicados, como los de la mejor película de nuestra Bollaín, Flores de otro mundo, que fue también por entonces. Y aprovechando el estreno de American Beauty nuestro amigo Javier se animó y nos confesó que era gay, cosa que ya sabíamos desde hacía diez años, pero que celebramos igualmente para no desmerecer con su novio de entonces, que era casi igualito que su primo. Nadie dijo nada, por supuesto. O Brother, ¡qué años!, ¡qué ensalada mental! A Almodóvar le daban el ansiado Oscar por Todo sobre mi madre y yo compré el periódico al compungido quiosquero de mi barrio de la infancia que no levantaba cabeza desde que, el mes anterior, encontraron a su hija muerta por sobredosis en el barrio de la Celsa. Y el quiosquero, que también se llamaba Pedro, y que Dios sabe dónde andará, estará para siempre asociado en mi extraña cabeza a ese gritito agudo y gallináceo de Penélope Cruz y a la portada de un periódico que me vendió con Almodóvar sonriente junto a mi superdeseada Cecilia Roth en portada.  Nos empezaban a interesar –y mucho- los documentales, y Guerín nos regaló el premio gordo con En construcción, pero lo de antes –lo de siempre- también nos seguía interesando y fuimos en tropel a ver Lucía y el sexo de la que salí (yo, que soy de buen enamorarme) enamorado o lo que sea de Elena Anaya que nunca ha estado tan guapa, ni tan explosiva, ni tan comestible, ni tan “marranilla en el buen sentido”, como decía misteriosamente mi abuela, sin que nunca supiéramos demasiado bien a qué se refería.

Más o menos cuando se murió mi abuela se murió también Robert Altman y Stephen Daldry me dejó atado a una butaca de Roma con los ojos como platos con Las Horas. El tremendismo de Lars Von Trier seguía funcionando, aunque a ratos comenzaba a tostar, y en La Habana vi Bowling for columbine en un cine en el que entraba la gente a echar la siesta, porque en el malecón te derretías. Comenzar a hablar Michael Moore y dormirse era todo uno, qué maravilla.

Y ya muy al final se me murió Bergman como dice Miguel Hernández que se le murió Ramón Sijé, “como el rayo” (el elemento, no el equipo), encogido como una pasa sueca, longevísimo hasta en su mala leche, con un Saraband que era el más digno adiós de un genio. Au Revoir, señor de las sombras.

Texto: Andrés Barba

Foto del rodaje de La mala educación, de Pedro Almodóvar

¡10 años de cine!