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Maneras de hacer pie
 
Ilustración Alba Blázquez
 
'Una idea semejante a la que se tiene del mar cuando se nada: la idea de un abismo bajo el propio abismo'. Rosa Chacel
 
Elena, como todos los niños, se sentía fascinada por la capacidad de volar de los aviones –no tanto de los pájaros–. Todos los sábados por la mañana la familia iba al aeródromo en el que el padre volaba en ultraligero. La familiaridad del aire y la técnica no llegó a malograr la seducción del milagro, incomprensible como todos los que lo parecen. 
 
Esto lo recuerda Elena mientras flota, sonriéndose y pensando que la madurez, lejos de truncar las tempranas fascinaciones —los miedos—, solamente las transforma. Elena ha viajado a una isla. Ha volado, es preciso matizar. En las escasas e indispensables ocasiones en las que toma un avión le viene siempre a la memoria una frase que su padre solía repetir cuando pisaba tierra aquellos sábados (y que ella aún hoy cree que era suya): 'Cuando miramos fijamente al abismo, el abismo nos devuelve la mirada'. Así laten las palabras a medida que el avión pierde altura, y ella piensa en lo bien que encajan precisamente cuando se vuela sobre el mar en pacífica conquista —clase bussiness— desde el aire.
 
El mar sustituye al cielo en la vida adulta de Elena. Porque si bien el cielo es vasto e inasible, no esconde nada dentro de sí (le recuerda a ciertos tópicos sobre la gente franca). El cielo es. En cambio, el mar parece un abismo dentro de otro y de otro y de otro y bajo su superficie una nunca sabe qué puede encontrar (le recuerda esto a tópicos más acertados). La clave, en ambos, es saber flotar. Por eso lo hace. Por eso sonríe boca arriba, porque quien mira hacia el cielo no se hunde.
 
Elena ha venido a la isla a investigar un duelo. Hace solamente unos días un coche se hundió en el agua con su conductor dentro. La tragedia que conmocionó al pueblo es directamente proporcional al miedo que ahora todos sienten por el mar. En pequeños grupos y voz baja comentan las hipótesis en los portales: el conductor estaba ebrio, el conductor se había dormido, los frenos tenían demasiados años, la noche era muy oscura para un calendario de verano. 
 
El coche aún sigue sobre la arena dura y fría del fondo. Los primeros buceadores han bajado a examinarlo y su incursión hace que el automóvil recuerde a un pecio sin el certificado de antigüedad que convierte el drama en zona visitable. Siempre tiempo al tiempo (la relatividad se apellida en sexagesimales). Los pies de Elena pedalean en el agua con seguridad extranjera. Se repite que flotar siempre es la clave y que en toda isla —también en su palabra— están recogidos el mar y el horizonte. Pero nunca el fondo. Se ajusta las gafas y flota ahora boca abajo, como en los sueños. Planea y observa el trajín de los buzos, el coche inspeccionado por peces de colores tan vivos. 
 
Piensa ahora Elena en la gravedad, en la densidad de los cuerpos. Piensa en las presiones que marcan su vuelo lleno de agua y se pregunta cómo las sirenas, cómo su vientre en el suelo. Siete años de física (teoría y práctica) nunca le han explicado el mito ni cómo hacer pie cuando se debe. Los buzos emergen con esfuerzo y dan luz verde para comenzar la operación. Elena sale del agua por una de las escaleras. Un pez roza su pie (dolor o cosquillas). Una grúa se acerca y lanza cuerdas y gritos sobre el agua.
 
Elena lame distraída el salitre que ha solidificado en su brazo. Cada grano es sinestesia: hay muchos mares, pero todos están en este. El coche asciende y gira. El agua cae con estruendo sobre las olas. Las gaviotas se acercan. Los paseantes gesticulan y Elena sonríe al pensar que de esta superficie solamente podría irse por el cielo. Le gusta el sabor de la sal, quizá porque es memoria sólida, mar estable. Como la isla.  
 

Azahara Alonso. Maneras de hacer pie