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La grandeza
 
Ilustración: Eva Vázquez
 
Las montañas tienen colinas, collados y demás estribaciones. En cambio nada anticipa la grandeza del mar. De pronto aparece como una enorme lámina de papel de plata, tal vez de magnetita, y su poder para atraer a los hombres queda al descubierto. Los tres lo miramos en silencio y el silencio es nuestro diálogo. Aquí estamos otra vez tras una vida como paréntesis. Tres viejos en la carretera huyendo de tierra firme.
 
Octavio sube una marcha y el motor cambia el carácter de su murmullo. Necesita algo de ayuda con los carteles de la autopista, pero sigue conduciendo con la determinación de hace 50 años. Recuerdo que su padre trabajaba como chófer de hotel, y que Octavio nunca entendió la naturaleza de aquel trabajo. La entrega voluntaria a algo capaz de consumirle. Tras doce horas su padre regresaba a casa convertido en una carcasa vacía, en la extensión biológica del coche.
 
Entraba en el salón a oscuras, se sentaba frente al televisor y la luz espectral de la pantalla le iluminaba el rostro. Si había suerte se dormía. Si no la había buscaba a alguien a quien hacerle daño. El día que enterró a su padre Octavio recibió del hotelero uno de los vehículos de su flota. De golpe se encontró con dieciocho años, las llaves de un Chrysler 180 y la necesidad de huir del destino que latía en sus genes. Desde entonces le recuerdo joven y temerario. Invulnerable como Aquiles pies ligeros. El más veloz de los hombres decidido a trazar su propia ruta.
 
Un resalto zarandea el coche y Matías despierta desorientado en el asiento del copiloto. Mira a un lado y otro con los ojos muy abiertos y vacíos, extrañado por la niebla que de pronto obtura el mundo. Cuando reconoce a Octavio al volante los ojos se le llenan de entendimiento como una rambla. Recupera algo de confianza y vuelve a detallarnos los planes de Felipe II para convertir Madrid en puerto de mar. Le escucho hablar de galeones repletos de oro atracando en la capital y su voz riega mi memoria. Es el chico menudo y vivaz que conocí en bachiller, aunque desde hace seis meses necesita de ayuda para saber dónde se encuentra.
 
Saca un paquete de Winston y enciende un pitillo para marcar un punto y aparte. El viejo Vonnegut observa desde su regazo el ascenso caprichoso del humo. Al poco de enviudar sus nietos le instalaron el perro en casa como el que atornilla en la ducha un asidero al que aferrarse. Desde entonces Matías se pregunta si el animal será consciente de su propia finitud. Unas veces le cree anclado en el ahora, libre del yugo del pasado y el futuro que atormenta a los hombres. Otras apostaría a que Vonnegut le mira como se miran las fotografías viejas, conocedor del tictac que resuena dentro de todo.
 
Matías señala un punto en el horizonte y Octavio confirma que estamos cerca acelerando un poco más. Puedo sentir su ansiedad mientras avanzamos por una carretera estrecha y mordisqueada por la arena como un bocadillo. Miro por la ventilla y tengo la sensación de que en realidad es el paisaje el que se mueve y arrastra el mar a nuestro encuentro. Me fijo en la sucesión de líneas discontinuas sobre el asfalto y es como experimentar ese juego en el que se quita un mantel de un tirón seco para dejar una copa intacta sobre la mesa. De pronto yo soy la copa y la mesa mi infancia. Recuerdo que para mis padres, como para todos en Madrid, era el mar quien hacía el verano.
 
Recuerdo que nos metían en la parte de atrás de un viejo SEAT dormidos como benditos, y a las cinco o seis horas abríamos los ojos en Cullera, Gandía o Altea y era como despertar en Narnia. Recuerdo apartamentos de mobiliario exiguo, jornadas interminables en la playa y la logística cargada de amor de una madre. Recuerdo a mi padre cubriéndonos de after sun tras la ducha, cenas en la terraza, pulseras de cuero en el paseo. Entonces tenía a mis padres y a mi hermano y la convicción de que sería siempre así. He sido feliz en media docena de casas, pero moriré sintiendo que mi hogar son esas quincenas de agosto. Y no tengo manera de volver.
 
Cuando llegamos a la playa el mismo disco brillante que adoraron los egipcios se hunde en un mar que parece mercurio. Todo surgió de los océanos y allí es donde volvemos. Octavio y Matías salen disparados hacia el agua arrastrando sus cuerpos menguados. Son mis amigos y me siento orgulloso. La vida nos separó y nos ha juntado en el ocaso, pero tal vez merezca la pena. A veces nada anticipa la grandeza de las cosas. ¿Y si viviéramos los días que nos quedan como el primer día de verano?   

La grandeza. Roberto de Paz