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Andrés Barba

Elogio del torpe primer beso

De los besos quizá se podrían sostener todas las afirmaciones posibles, de los primeros besos no tantas. De los besos atropellados, de los que caen por su propio peso, de los que han precisado cierta dosis etílica previa para terminar de lanzarse, de los muy deseados y de los que ocurren como los accidentes o como los tropezones –uno se vuelve y ahí estaba: el beso-, de los mentirosos o de los lúbricos, primeros todos, cuando se dan por primera vez –como las familias felices de Tolstoi- tienen algo en común. Hay como un batiburrillo inicial de largas costumbres. Ni el mismo chiste hace gracia a las mismas personas, ni hay dos seres en este planeta que besen idéntico, pero cuando uno besa a alguien por primera vez tira, como quien dice, de lo primero que conoce, o de lo que le ha funcionado casi siempre. Como es de prever que la otra persona está haciendo lo mismo lo más corriente es que se produzca un desacuerdo. No un gran desacuerdo, sino más bien un desacuerdo minúsculo y patoso, que es parte integrante y fundamental de la gracia del primer beso y que consiste sobre todo en una dolorosa arritmia: cuando uno gira la cabeza hacia un lado la otra hace lo mismo, pero no hacia el lado opuesto, sino hacia el mismo, por lo que parece más una coreografía de Bonnie M que un beso en condiciones, basta que uno entreabra los labios para que la otra los cierre, o que los cierre uno para que ella los abra, y hasta hay ocasiones en que uno tiene la sensación de que en esa boca que se besa por primera vez todo es dientes, dientes por todas partes (no hay enemigo más furibundo del primer beso que los dientes) o que se ha llevado –como en los cuentos- la lengua el gato, o alguien que no es el gato.

Otro enemigo furibundo del primer beso es la nariz. Quien tiene, como éste que suscribe, una nariz como Dios manda, ha de estar muy pendiente. La nariz puede muy fácilmente chocar contra la otra nariz (o no caber en lugar alguno, porque las narices, cuando se besa, en algún lugar tienen que meterse las pobres, no van a desaparecer), pueden también irse directas al ojo de la incauta (por eso las mujeres siempre cierran los ojos cuando besan por primera vez, no es romanticismo: es miedo) o pueden sencillamente molestar, porque las narices molestan también, a su triste y nasal manera.

Pero ningún enemigo del primer beso como las gafas. Se me dirá que las gafas pueden muy bien quitarse cuando uno se dispone a besar: nada más falso. Nunca, al menos, en un primer beso. Quien lleva gafas (y este que suscribe las tiene que llevar a veces también) sabe a la perfección la cara de topillo cegato que se le queda a uno justo en el instante inmediatamente posterior a quitárselas y lo disuasorio que puede llegar a ser para la animada compañera tan dispuesta a besarnos por primera vez, ver que el príncipe se le convierte –literalmente y de un segundo a otro- en rompetechos. De modo que uno no se quita las gafas, pero choca con ellas y a diferencia de la nariz las gafas se revelan como un objeto inusitadamente molesto: por primera en su historia pinchan como si tuvieran una tenacitas o dieran calambre. Cuando uno se decide por fin a quitárselas no sabe qué hacer con ellas y acaban espachurradas en algún oscuro bolsillo de atrás.

Pero el primer beso nos guarda muchas sorpresas aún. Tal vez la menor de todas no sea la de la extrañeza que produce comprobar una y mil veces lo mucho que cambia una cara vista tan de cerca. Tal vez por eso cierren las chicas los ojos: para no tener que verlo. A veces los cambios son tan sorprendentes que uno se pregunta si no le habrán cambiado a uno la persona en el último segundo. Hay gente que gana en la microdistancia y gente que pierde casi todos sus puntos. Basta, en cualquier caso, con cerrar los ojos y quererla por lo que es, o lo que esperamos que sea, o lo que fue cuando era niña pequeña y no hacía nada malo.

Pero la gran asignatura pendiente del primer beso, qué duda cabe, es el gusto. Cada uno tiene el suyo –su gusto y sus gustos- y jamás se debería olvidar que igual que las personas saben, nosotros también les sabemos a otras personas, tal vez no siempre todo lo bien que nos gustaría. Yo soy un gran fan –en los primeros besos- de los gustos inesperados. Y es que el gusto –como los tamaños de ciertas cosas- son siempre la gran sorpresa y el lugar en torno al que se genera el mayor número de expectativas. Son también los grandes delatores del alcohol ingerido o los pitillos fumados, pero hay que ser indulgente con los sabores nuevos. Bien podría ser como esos espárragos que odiábamos de niños y sin los que no podríamos pasar dos semanas de adultos.

El primer beso será siempre esa criatura retráctil y un poco patosa. Si se parece más a un golpe que a una carantoña no es desde luego culpa suya, ni quizá nuestra. Y es que si cada uno vive como puede no es menos cierto que cada cual besa también como Dios le da a entender. O al menos la primera vez.

Txt: Andrés Barba. En imagen: Andrés Barba

Andrés Barba (Madrid, 1975) ha publicado seis novelas entre las que se encuentran, La Hermana de Katia, finalista del Premio Herralde y adaptada al cine por Mijke de Jong, Versiones de Teresa (Premio Torrente Ballester) y su último título, Las manos pequeñas. Es autor de dos novelas para niños, la última La alucinante historia de Juanito Tot y Verónica Flut (Siruela). Junto a Javier Montes ha publicado el ensayo La Ceremonia del Porno (XXXV Premio Anagrama de Ensayo) y han coordinado After Henry James (451 Editores, 2009).


 

Elogio del torpe primer beso. Por Andrés Barba